Tejiendo amor en punto de cruz

 



En una humilde casa, en el rincón de un antiguo pueblo ubicado en el municipio de Calkiní, vivían Carmen y sus hijas Isabel y  María.  Eran artesanas en el bordado en punto de cruz, tejían historias con agujas e hilos, entrelazando sus vidas con hilos de colores.

 

La madre, Carmen, de cabellos plateados y ojos que guardaban siglos de sabiduría, había heredado de sus antepasados la destreza de tejer y bordar. Cada puntada era un suspiro, un latido del corazón, y cada diseño que creaban era un testimonio de su amor inquebrantable.

 

Isabel, su hija más joven, tenía el entusiasmo de la juventud en sus ojos, y aunque el mundo estaba cambiando, había decidido continuar el legado de su madre. Juntas pasaban horas en silencio, el susurro de hilos y risas compartidas que llenaban su hogar. 

 

Su hija María también sabía del arte de bordar pero su meta era estudiar enfermera y poder ayudar a las personas con los primeros auxilios, así que dividía su tiempo entre el estudio y el bordado que era también su gran pasión.

 

Cada año, en el primer día de noviembre, madre e hijas tomaban un descanso de su laboriosa tarea. Ese día, el pueblo se sumía en un silencio solemne, mientras las campanas de la iglesia repicaban con una cadencia pausada, recordando a los seres queridos que ya habían cruzado el umbral de la vida.

 

Madre e hijas se levantaban temprano, vestían sus mejores vestidos y tomaban el camino conocido. Llevaban consigo un cesto de flores, una mezcla de crisantemos, lirios y rosas, las flores de la memoria y el amor.

 

Visitaban a sus familiares vivos primero, compartían abrazos cálidos y risas, renovando lazos que el tiempo no podía desatar. Luego, se dirigían al cementerio, donde las tumbas estaban decoradas con esmero, hilos y agujas habían tejido lágrimas convertidas en obras de arte. Allí, ante las tumbas de sus seres queridos ya fallecidos, dejaban las flores, tejían nuevas puntadas en su memoria.

 

Recordaban historias, anécdotas y susurraban palabras al viento, como si los espíritus de sus seres amados aún pudieran escucharlas. Cerraban los ojos y sentían la presencia de aquellos que habían partido, el abrazo invisible de un amor que nunca se desvanecía.

 

En ese día especial, madre e hijas se convertían en guardianas de la tradición, manteniendo viva la conexión entre el pasado y el presente. El bordado en punto de cruz no solo era su oficio, sino también un medio para tejer los hilos invisibles que unían generaciones y corazones.

 

Así, año tras año, Carmen y sus hijas celebraban el Día de los Difuntos, honrando la memoria de aquellos que habían partido, y al mismo tiempo, creando nuevas puntadas en su propia historia, unidas por el amor y el arte que compartían.

 

 

Diana Guadalupe Medina Guerrero.

 

 

 

 

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